“Vale, siempre habrá otra más guapa, más delgada y más rubia que tú. Siempre habrá alguien más interesante. Y más alta. Y más..
Pero recuerda, que eres única y especial y que como tú, solo hay una.”
Me decía la puta imagen de mi espejo, señalándome con el dedo de regañar, cada mañana cuando me miraba con resignación los michelines atesorados en el tiempo, y las “arruguitas” (como lo llaman mis amigas) en el contorno de mis ojos antes bellos.
Envejecía. Y aunque lo estaba haciendo con cierta dignidad, ya no era una joven de cuerpo esbelto y elástico. Me arrugaba, me deterioraba.
Y no, no era nada guay sentirse una mujer de “cuarentaycasicincuenta”.
No es guay mirarte la tripa llena de estrías de embarazos hermosos y deseados, pero rompedores de piel. Ni tampoco es maravilloso sentir cómo a la ley de la gravedad no se le ha olvidado hacer su trabajo con tus pechos o tus nalgas. Y además, te das cuenta de que lo de la belleza interior es un mito y de que realmente todos (y todas) acaban fijándose en lo mismo.
Pero caramba. No voy a tirar por tierra algo que tanto me ha costado ganar: Mis cicatrices. Las cicatrices son el paso del tiempo, y estas son mías y son la constancia de que he vivido.
Al fin y al cabo, son esas nuestras heridas las que nos hacen perfectas..
Eres sencillamente preciosa.
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